Dorfman Ariel, Mattelart Armand, Para leer al
pato Donald ,1972, Ed. Universitaria de Valparaíso-Chile
En la actualidad gran parte de la arquitectura se dedica, a proporcionar contenedores, de un par de funciones y necesidades inmutables e inventables, que las definen por supuesto, quienes las diseñan o mandan a diseñar. La poca reflexión sobre este mecanismo y los derivados de este, nos obliga progresivamente, a delegar nuestro deseo único e innato de espacializar.
Delegamos nuestros anhelos más íntimos tanto en lo individual
(nuestros hogares) como en lo colectivo (nuestras ciudades) a especialistas y
expertos, quienes las definen casi de memoria y mecánicamente, para traducirlas
en la materialización de los mencionados contenedores, a modo de seguir la
línea incuestionable del llamado progreso y del buen ejercicio profesional.
Entendemos sin embargo, que esta tarea de espacializar es muy
compleja, y nada fácil. Sin embargo los encargados y verdaderos responsables de
esta tarea no lo hacen, o lo que es peor lo intentan demasiado que el resultado
es un objeto sin alma; se esfuerzan tanto en hacerlo que usualmente olvidan lo
primordial que gobierna en esta tarea de espacializar: el deseo.
Esta latente carencia de deseo, ha convertido a la mayoría de nuestros
espacios, en esquemas intocables que se reproducen automáticamente, sin permitirnos
su cuestionamiento, reflexión o mejora. Nuestros espacios han sufrido una
estandarización espeluznante que evidencia la decadencia del pensamiento
“superior y creativo” del arquitecto. Esta cómoda (y mediocre) situación del
ejercicio profesional de la arquitectura en nuestro contexto, aceptada
comúnmente, es por un lado la responsable del deterioro de nuestros espacios
cotidianos y urbanos, por otro lado ha sido la forma subliminal de dominar y
educar como debe ser la arquitectura, como deben ser nuestras vidas y cómo
deben ser nuestras ciudades desde un único punto de vista.
Esta
carencia de deseo en la práctica, ha convertido de nuestro entorno urbano, en
lugares y arquitecturas apersonales, y esta mala práctica ha generado un
escenario para el surgimiento de propuestas más interesantes, como la
arquitectura emergente, desde la periferia disciplinar. La mala praxis en la
arquitectura sigue funcionando como una especie de máquina burócrata, que
responde “sistemática y satisfactoriamente” a innumerables funciones y
necesidades, pero que poco tienen que ver con el ser humano verdadero que
habitará en sus espacios. Es decir que hemos y somos concebidos como una sola
figura, cuyas funciones, necesidades y deseos son prácticamente los mismos, materializando
la burocracia de la arquitectura.
Este pensamiento tecnócrata fue desarrollado, durante el movimiento
moderno (principios del sigloXX), tanto en la arquitectura como en el
urbanismo, (pero también es legible en otros campos, por ejemplo en la
psicología; la corriente del conductismo o denominada por los mismos
promovedores de esta línea como: ingeniería del comportamiento), basados
en una racionalidad soberbia para acercarse al paradigma de lo científico, e
implementado bajo la idea de progreso, e impartido orgullosamente por las
nuevas ciencias y ejerciéndolo hasta el cansancio.
Al parecer la posmodernidad en la arquitectura (Roberto Venturi “Complejidad
y contradicción en la arquitectura” 1966) y el humanismo en la psicología
(Abraham Maslow, y su planteamiento sobre la tercera fuerza de la década de los
sesenta), no lograron superar a los modelos establecidos en nuestro particular
contexto, por lo menos en la práctica.
Lo cierto es que el humano no necesita una máquina burócrata; ya que
su comportamiento errático, es lo que desbarató a todos los modelos urbanos,
arquitectónicos y conductistas del movimiento moderno, que hasta ahora se
siguen practicando.
Como rastro de ello, y como mejor ejemplo gráfico y empírico tenemos a nuestra particular ciudad de La Paz, en donde, en cada rincón suyo, el espacio es utilizado en todas sus posibles formas y expresiones, exceptuando la función para la cual ha sido concebida.
Esta de-funcionalización de los espacios convierten a nuestra ciudad en un blanco fácil para blandir críticas de quienes no entienden nuestro singular asentamiento, quienes normalmente recurren al principio de la mano dura como solución para que funcionen las cosas.
Producto de esta agresiva y errónea concepción es que la arquitectura, se ha convertido en un instrumento para ejercer una especie de educación funcional y conductual, lo cual significa que las propiedades de un determinado espacio, nos indican rigurosamente como debemos comportarnos en él. El funcionalismo y el conductismo siguen siendo practicados en nuestro medio en un desacierto tal en donde se prefiere negar un servicio profesional antes que revisar el plano copiado bajo el brazo, se intenta educar nuestras conductas y funciones a partir de la arquitectura, de tal forma que las expresiones erráticas, inciertos y en ocasiones incluso creativas, se ven ampliamente ridiculizadas por el supuesto conocimiento del profesional. El pensamiento cientista extensamente criticado en la literatura desde las teorías de la posmodernidad, sigue vigente en la mente del profesional paceño, en donde las nuevas tecnologías y conocimientos se utilizan en beneficio de la dominación.
Como rastro de ello, y como mejor ejemplo gráfico y empírico tenemos a nuestra particular ciudad de La Paz, en donde, en cada rincón suyo, el espacio es utilizado en todas sus posibles formas y expresiones, exceptuando la función para la cual ha sido concebida.
Esta de-funcionalización de los espacios convierten a nuestra ciudad en un blanco fácil para blandir críticas de quienes no entienden nuestro singular asentamiento, quienes normalmente recurren al principio de la mano dura como solución para que funcionen las cosas.
Producto de esta agresiva y errónea concepción es que la arquitectura, se ha convertido en un instrumento para ejercer una especie de educación funcional y conductual, lo cual significa que las propiedades de un determinado espacio, nos indican rigurosamente como debemos comportarnos en él. El funcionalismo y el conductismo siguen siendo practicados en nuestro medio en un desacierto tal en donde se prefiere negar un servicio profesional antes que revisar el plano copiado bajo el brazo, se intenta educar nuestras conductas y funciones a partir de la arquitectura, de tal forma que las expresiones erráticas, inciertos y en ocasiones incluso creativas, se ven ampliamente ridiculizadas por el supuesto conocimiento del profesional. El pensamiento cientista extensamente criticado en la literatura desde las teorías de la posmodernidad, sigue vigente en la mente del profesional paceño, en donde las nuevas tecnologías y conocimientos se utilizan en beneficio de la dominación.
Esta
educación funcional conductual heredada del movimiento moderno, que con una
atractiva formalidad y peligrosa sed de perfección, intentó educar al ser
humano sobre lo que tiene y no tiene que hacer, y como debería comportarse y
sentirse en estos determinados espacios. Esta educación funcional conductual aún
se ejerce sobre las personas de manera aplastante en nuestra realidad, quienes
se encuentran muchas veces indefensas ante las intenciones, de constructures,
desarolladores, funcionarios, urbanistas y arquitectos. El escenario empeora
cuando estos denominados expertos, mediante sus ideas iluminadoras, intentan
justificar su existencia y la existencia de su arquitectura y diseño a
cualquier precio.
Bajo
esta macabra lógica el ser humano trasciende ya los principios del modulor,
creado por Le Corbusier; y es catalogado como usuario. Este
usuario disfrazado de ciertas actividades, funciones y características
extravagantes, queda completamente educado frente a una función, frente a una
conducta, simplemente para justificar intenciones espaciales o peor aún; para
vanagloriarse.
La arquitectura, en gran medida, ha sido responsable de funcionalizar,
educar y sistematizar las necesidades humanas, quienes han desarrollado, de
forma natural, una relación de amor y odio a sus ciudades y a sus sistemas de
poder que las gobiernan. La mayoría de los tecnócratas que creen en el
progreso, sienten simpatía o acuerdo por
esta forma de controlar las ciudades, la arquitectura y las necesidades
humanas. Pero otros han desarrollado una rebeldía natural hacia este sistema de
educación funcional, por lo tanto hacia las ciudades y la arquitectura
que este produce.
En la ciudad de La Paz, sin embargo, sucede lo contrario pues la
relación se desempeña de manera opuesta: sienten odio por esta ciudad, los que
no se cuestionan sobre la dudosa posición del experto, aquellos que aún viven
con la idea de progreso del movimiento moderno y ven por conveniente
desacreditar cínicamente nuestro contexto urbano y sus habitantes. Sienten odio
los que todavía no encuentran las limitaciones de lo científico, pero que sí
creen en este sistema de educación funcional, y que lo han visto y ven
fracasar con espectacularidad y muy a menudo en esta ciudad.
Sienten amor otros pocos: los que creen en la belleza de nuestra
grotesca ciudad de La Paz y en sus indomables y extraños habitantes, que sin
entender nada de modelos, ni ciencias, ni estilos, ni funcionalidad ingenua, ni
sistemas de educación funcional conductual, han sabido mantener la magia de
este extraño accidente. Personas que echan a perder estos modelos, que
desbaratan lo establecido por normas y ciencias, que reinterpretan la
arquitectura y convierten fisuras de cerros en jerárquicos ingresos, pendientes
incolonizables en laberintos eternos, morros inaccesibles en íntimos espacios
de contemplación, íconicos símbolos en arquitectura, que se atreven a desafiar
a las máquinas burócratas y que silenciosamente refutan las teorías que
especulan sobre todos nosotros: los llamados usuarios.
Personas
que a pesar de todo, tienen eso que a los expertos profesionales les falta;
aquel deseo vivo de amar y concebir a un espacio único, de otorgarle
significado, de convertir una casa en hogar, un cuarto en un infalible refugio,
de eso que es la verdadera y trascendente arquitectura, aquella que adquiere un
significado, simplemente a partir del deseo de espacializar.
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